Bajo el cielo basto e inmóvil,
Ben y Lori caminan entre ruinas cubiertas de musgo, como si el tiempo no pudiera tocarlos.
Nadie, ni ellos, recordaban cuándo habían empezado a amarse; tal vez fue en un pueblo anciano fronterizo, bajo el mar, en un transporte público de extrarradio o en un jardín olvidado.
Ben, de rizos retorcidos y desprecio al tiempo, llevaba siempre un reloj sin manillas.
Lori, con los cabellos azotados en viento antiguo, sostenía en sus manos una llave oxidada que guardaba recuerdos perdidos.
Eran eternos no porque vencieran la muerte, sino porque su amor había aprendido a existir fuera de ella.
A veces sus rostros cambiaban —jóvenes, viejos, transparentes—, pero sus ojos y sus dedos seguían buscándose como en la primera vez.
En cada latido del universo, en cada rendija del mundo, se reencontraban.
Y cada vez, Ben le susurraba:
—No importa cuánto cambie el mundo. Siempre sabré encontrarte.
Lori sonreía, con esa sonrisa que había derribado imperios y salvado reinos solo para perderlos de nuevo.
—Estoy aquí —decía, mientras la eternidad pasaba rozándoles los labios.