Avanzo.
Con el cuerpo abierto por dentro.
Avanzo sabiendo que pierdo,
que algo se queda atrás
y algo más se quiebra por dentro.
El valor se mide en la cuerda floja,
en la decisión de avanzar
sabiendo que cada paso es pérdida,
que cada avance es una renuncia,
una amputación lenta del pasado que aún late.
Me dirán que soy fuerte.
Y yo callo.
Porque la fuerza no grita.
La fuerza es mirar a la oscuridad del abismo y decir:
saltaré igual,
porque es más fiel a mi alma el vértigo
que la quietud traidora.
Soy coherente con mis deseos,
y aún más con mis hechos.
Los abrazo.
Sí, incluso a las pequeñas fechorías
que no fueron maldad,
sino intentos desesperados de verdad.
“No puedes seguir aquí fingiendo que no ardes”.
Y ardo.
Y a veces duele como un castigo.
Otras veces es solo una consecuencia limpia,
como una hoja que cae porque es otoño
y nadie tiene la culpa.
Me he hecho cargo.
De mis gestos, de mis decisiones,
incluso de mis torpezas.
De las palabras dichas,
y de las que no supe decir a tiempo.
Perdedora
y brutalmente honesta.
Todo sucede a la vez.
Llena de cicatrices que no oculto.
Y sin embargo, la vida sigue…
no castiga.
Simplemente cumple su rol:
ser juez imparcial
que no premia ni perdona,
solo observa.
Hoy no puedo decir “estoy bien”.
Sería mentir.
Solo puedo decir: estoy aquí.
Presente.
Entera y rota
Fiel y sola.
Solo puedo esperar.
Y confiar en que el amor —aunque imperfecto—
haya calado hondo.