Había perdido las letras.
Pensaba que las tenia bien guardadas, a salvo.
En el cajón donde almacenaba los besos no estaba, había rebuscado bien, sorprendiéndose de algunos que había olvidado. Estaban todos desparejados, revueltos, los fríos con los cálidos, los que acaban con lágrimas y los que empiezan con risas.
La última letra que vi fue la B, no una b cualquiera, fue una B mayúscula. La recuerda con toda nitidez. Metí mis piernas por los huecos y surqué los cielos con ella. Pero el viaje acabó con una gran hostia contra un árbol, y allí me quedé y la B se fue volando.
A veces me metía en papelerías, y cuando la dependienta se despistaba, me asomaba al mostrador por si estaban allí escondidas, entre las cartulinas de colores. Miraba a todo el mundo con sospecha; ese chico de ahí podría tener mis emes en los bolsillos, esa gorda de allí se podría haber comido todas mis ges y la niña que bebía un refresco podría estar sorbiendo con cañita todas mis os.
Me obsesioné de tal forma que intenté crearme yo mis letras propias, a imagen y semejanza de las que recordaba. Pero cuando las ordenaba una detrás de otra no me contaban cosas bonitas, solo malas historias de gente deformada de espíritu y eso no me gustaba. Eso me desgastaba.
Había perdido las letras y el objetivo de la vida se había convertido en recuperarlas.
Soñaba cada día con mi A, porque aunque fuera la más soberbia, era la que mejor me caía.