Entonces en esos segundos que mi percepción del tiempo estiraba todo lo posible, podía observarle con atención.
Escudriñaba todos los surcos, erupciones, líneas, poros de su cara.
Y siempre, siempre, me sorprendía, como si la persona que estuviera delante fuera alguien nuevo al que no había visto en mi vida.
Porque efectivamente a efectos prácticos era bastante así.
De puntillas pasaba por mi mente la idea de que ese rostro había sido joven y no había sido mío.
Recordaba que no podía recordarle.
Y con esa amargura, la boca del estómago se me empequeñecía y era como si mi aparato digestivo hiciera vacío.
De repente, él levantaba la mirada dirección a mis ojos. Diciéndome cosas que me gustaba escuchar y haciendo que mis ideas trotaran y cayeran rodando como croquetas por una ladera de césped mullido.
Con las cejas en forma de tejado de Hobbit, los ojos amables y sonrientes, la nariz de un mundo lejano, los dientes de chaval, me hacía volver a olvidar que no era mío ni nunca lo había sido.
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